viernes, 15 de abril de 2011

Entremedio

Era la primera lluvia de otoño. Suave, como si las nubes solamente quisieran convencernos de que era otoño. De que en aquella estación si llueve y no es más que una continuación del verano. A pesar de esto, más de uno lucía un pantalón corto y más de alguna una de esas camisetas con tiras en los hombros y pronunciado escote o simplemente una mini falda.
Salimos de clase más temprano de lo común. Todos querían llegar a sentarse en frente de un televisor –incluso el profesor- y ver el amistoso entre nuestra selección nacional de fútbol y cierto país europeo de segundo orden, si mal no recuerdo era contra Eslovaquia, en Bratislava.
Samuel sugirió ir al bar cercano a la facultad por unas pilsen y observar el importante encuentro. Las mujeres amigas, como suelen hacerlo, huyeron despavoridas ante tal aburrido panorama deportivo. Los que quedamos emprendimos el recorrido. En el extenuante y húmedo camino a alguno se le ocurrió parar a rolar un pito para amenizar la marcha y luego el tan esperado duelo de la “Roja de todos”. Todos asentimos y celebramos la gran idea.
Entre paradas; comprar cigarros en un kiosco, uno quiso fósforos, otro unas sopaipillas en un carrito cercano al bar alegando que no había almorzado, llegamos un poco antes de la mitad del primer tiempo.
(continua)


El bar estaba medio vacío, unas cinco mesas de las doce que había estaban ocupadas. Los dos ventanales estaban cerrados al igual que sus cortinas. Había una nube de humo que se movía en el cielo iluminada por las luces del techo que estaban prendidas como si fuera de noche. La barra, que estaba en la esquina superior izquierda contraria a la puerta, estaba vacía, salvo por un borrachito que apuraba un cigarro mientras hablaba con el barman que limpiaba con un paño un vaso de cerveza. Detrás, había una especie de estantería llena de botellas. Nos sentamos en una mesa en la esquina superior contraria a la barra en frente de una de las dos teles que había en el lugar. A los pocos minutos una mesera que se asemejaba a un duende se acercó a atendernos. Era bajita, flaca y bastante fea de cara. Era de una tez blanca, casi pálida, como si justo ese día la aquejase un resfrío o algo por el estilo. Tenía la nariz un poco roja y un amigo casi estalla de risa cuando gangosamente pidió nuestra orden. Pedimos tres litros de cerveza y una porción de papas fritas que duró como tres minutos. En todas las mesas ocupadas se veían botellas de litro de cerveza, vasos y ceniceros casi llenos. No había mucha efervescencia en el ambiente, el único prendido era un gordo con las mejillas rojas como la camiseta de la selección que llevaba puesta. Era la Reebok del Mundial de Francia 98’, un clásico. El emocionado gordo apenas empezado el entre tiempo amago con sacar un ceachei pero nadie lo siguió. Un empate a cero con casi ninguna llegada al arco tenía a los espectadores, incluyéndome, al borde de la siesta.
La combinación marihuana, cerveza y un buen partido de fútbol, según mi opinión, bordea la sublimidad. No obstante, ese día se salió del molde. Era una jornada húmeda, a ratos fría a ratos calurosa y la lluvia era bastante depresiva; débil e intermitente. A esto, se le sumaba el claustrofóbico bar con una neblina de tabaco y un partido horrible donde no se peleaba nada, sumándole también mis mejillas casi tan rojas como las del gordo animoso de la mesa del lado. Estaba sofocándome de calor, me ardía la cara… al borde del desmayo. Y para empeorar las cosas ya no quedaba una gota de cerveza en nuestra mesa que pudiera calmar la boca seca y esponjosa que tenía. Tampoco teníamos más dinero.
En la tele, los periodistas comentaban LA jugada importante de gol del primer tiempo mientras yo apagaba el penúltimo cigarro de la cajetilla en la montaña de colillas. –“Una mierda esta hueá, yo me voy”- dije rompiendo el silencio de mis tres amigos. Saqué los dos billetes de mil que tenía de la billetera, los deje sobre la mesa y me encaminé a la salida del lugar. Creo que me despedí en voz alta dirigiéndome a mis tres acompañantes o quizá me fui sin decir nada ante su mirada incrédula. Una de dos.
El fresco del aire libre me pareció un milagro. Aunque era pegajoso y húmedo, se sentía mucho mejor que el ambiente irrespirable del bar. No llovía. Me dirigí hacia el metro, que queda bastante cerca de ahí, sin mirar atrás. Había mucha gente en el vagón que subí. Ya dentro, una señora de edad me miró moviendo la cabeza con un gesto de desaprobación, al parecer me sintió el olor a cerveza. “Vieja culiá sapa” pensé, me hubiese encantado gritárselo a la cara luego de soplarle mi aliento en la cara. “Pendejo borracho” habrá pensado ella, como si tres vasos de cerveza fueran la falta más grave, la dieta de un alcohólico.
Normalmente, al entrar al metro me enchufo los audífonos y me voy escuchando música o leo algo para pasar el rato. Ese día solo llevaba conmigo unos textos teóricos que entraban para una prueba de un ramo electivo. Impulsivamente, saqué de la mochila uno de los textos- el más corto- más un lápiz y comencé a leer y subrayarlo; como si las cervezas y todo lo demás no hubiesen sido más que un recuerdo. Quizás no entendía mucho de lo que leía, sin embargo subrayaba casi todas las palabras como si fueran la respuesta de un misterio indescifrable. Además, con el poco espacio que tenía para maniobrar; apoyado en la baranda de metal del centro del vagón, parecía un retratista en plena faena, tomando bocetos de la gente. Fascinado seguía la lectura y ya casi terminaba la cuarta página cuando la voz del altoparlante anunciaba la llegada a la estación donde yo debía bajar y combinar con la otra línea del metro. Con el texto bajo el brazo, el lápiz en el bolsillo del poleron y mi mochila semivacía arranqué el camino a la otra línea donde tendría que hacinarme nuevamente.
Subí casi al final de lo permitido. La luz roja brillaba sobre las puertas de vidrio, que ya anunciaban su cierre con el monótono sonar del timbre. Me introduje en la masa amorfa de corbatas, maletines, vestidos, zapatos y mochilas. Piel, pelos y materiales sintéticos varios sumados a un olor indescifrable. Yo solo me concentraba en el seco y amargo sabor a cerveza y cigarro que tenía en la boca. La única separación entre mí y las puertas, era la espalda de una colegiala que debe haber tenido entre dieciséis y dieciocho años; se notaba que cursaba los últimos años del colegio. Era más baja que yo por lo que podía observarla perfectamente.
La presión que ejercía la multitud del metro me apretujaba a un lado de las puertas contra la mochila que la niña llevaba colgada en la espalda. No pude evitar recordar un poema de Bertoni. Esta muchacha, llevaba puesto un desabotonado chaleco gris sobre la polera blanca del uniforme de su colegio en la que sobresalían sus dos pequeños pechos. La falda que completaba el atuendo era azul marino y la llevaba un poco más corta de lo usual como suelen hacerlo muchas niñas de su edad para llamar la atención de los hombres. Los calcetines largos del mismo color de la falda dejaban a la luz unas piernas precisamente bronceadas y contorneadas. Tenía un pelo castaño oscuro hasta los hombros, una fina nariz un tanto puntiaguda y unos grandes ojos verdes. Me pareció muy atractiva, cosa que se acentuaba aún más por el hecho de llevar el uniforme de colegio. La fantasía sexual de una fogosa y sensual colegiala me fascinó desde los comienzos de la adolescencia. Creo que a cualquier hombre que haya visto pornografía alguna vez en su vida habrá visto una imagen de una sexy profesora, enfermera o una colegiala. Supongo que debe ser el hecho de que un uniforme se presente en lo sexual lo que produzca la fascinación de las personas. Ya que estos trajes se asocian normalmente a lo formal, que tiende a ser aburrido o poco llamativo y cuando se trastoca su uso oficial y se pasa a lo sexual, lo que era común y corriente pasa a ser algo excitantemente nuevo y erótico. El uniforme recuerda el día a día, la monotonía de la vida: ir al colegio, al hospital, al trabajo, etc. Pero si esto se transforma en un objeto sexual resulta más interesante pues lleva lo erótico hacia donde está prohibido o donde nadie nunca pensaría encontrarlo. Ejemplos como: “Me encantaría ser arrestado por una sexy carabinera” o el jefe que sueña con tener un encuentro sexual con una sensual secretaria con anteojos, falda cortita y blusa escotada y abierta son fiel prueba de esto.
En la siguiente estación entró más gente al vagón que ya casi colapsaba. La niña se sacó la mochila y la puso en el suelo entre sus lindas piernas como llama a hacerlo el manual del buen ciudadano a la hora de usar el transporte público. Así, uno no incomoda a las demás personas. Yo había hecho lo mismo con la mía apenas ingresé al vagón. Fingía leer mi texto cuando esto pasaba. Claramente ya no me hacía falta sacar el lápiz del bolsillo porque más me llamaba la atención el panorama que estaba a menos de veinte centímetros de mí y que olía a vainilla. Debía ser perfume o algún tipo de champú pensé.
Cuando en la cabeza ya había desnudado a la adolescente que se encontraba casi pegada a mí, lo imaginario pareció hacerse realidad. La mujer dio un ínfimo paso hacia atrás y tocó con su trasero mi entrepierna. Yo quedé helado, ella en cambio ni se inmutó al sentir mi casi inmediata erección. No sé si fue una reacción nerviosa o instintiva, pero doble el texto teórico y lo guardé en un bolsillo cuando ella empezó a mover lenta y circularmente sus caderas. Pasaron dos estaciones sin mucha variación de gente y disimuladamente esta mujer frotaba sus redondas y duras nalgas contra una casi inminente explosión que amenazaba mis pantalones. Se me volvieron a poner las mejillas rojas como en el bar cuando empecé a observar si alguien sospechaba del juego que mantenía con la colegiala.
Había perdido la noción de cuantas estaciones faltaban para mi destino cuando al borde del éxtasis y siguiendo el método de mi compañera toque lentamente una de sus perfectas nalgas. Ella sonrió y continuó su suave meneo. Una gota de sudor bajó desde mi axila cuando mis dedos recorrían su redondez y buscaban colarse debajo de la falda. En esto, el altoparlante me hizo bajar del cielo a la realidad y anunció la llegada a la Estación Tobalaba, “lugar de combinación con línea cuatro”. Inmediatamente una manada de personas abandonó el vagón llevándose junto con ella a la colegiala que rápidamente se perdió entre la marea de ropas sin siquiera girar la cabeza para mirarme o despedirse. Atontado, me di cuenta que aún mantenía una erección claramente visible en mi pantalón y que era el único que seguía de pie, aferrado a la barandilla de metal a un lado de las puertas. Atolondradamente, como recién despertado de un sueño, metí mis manos a los bolsillos e improvisé la famosa crucifixión al pene para ocultar la erguida vergüenza. Lo levanté y apreté con el elástico del bóxer y la cintura del blue jean verticalmente. El metro volvió a moverse y creo que nadie vio mi jugada de último recurso.
Luego de un efectivo dolor, que duró una estación, mi pequeño amigo decidió rendirse y dejar la firme y rígida postura que mantenía anteriormente. Me mantuve igual, de pie mirando el suelo las estaciones siguientes hasta mi bajada.
Volví a mi casa esa tarde siguiendo el mismo camino de siempre. Intenté mantener la imagen de esa perfecta colita escolar y el olor a vainilla de su pelo para masturbarme luego. Chile ganó por dos a cero esa tarde. Al parecer en el segundo tiempo las cosas mejoraron.

Coco, 2011

2 comentarios:

JT dijo...

Qué carerraja... ta weno

Anónimo dijo...

pervertido pero entretenido