Como casi todas las mañanas Lionel se despertó con los fuertes ladridos de Hulk. Se destapó lentamente pateando las sabanas y se puso las pantuflas de lana y cuero de cordero que le esperaban juntitas a un costado de la cama, un regaló de su “vieja querida” después de un paseo por la Patagonia. Luego se puso su bata de seda azul marino con una L y una M doradas bordadas en la espalda y con un caminar cansino cruzó su habitación para dirigirse hacia el baño principal gambeteando un montón de cojines multicolores que yacían en el suelo. Su esposa los amaba, a él nunca le convencieron.
Las pantuflas iban silbando por
el piso de parqué de madera de su habitación mientras se dirigía al baño
principal cuando Antonella, su esposa, con una voz ronca de sueño dijo: “Mirá
en que están los chicos Lio”. Él asintió con la cabeza y después cerró la
puerta del baño.
Con una precisión milimétrica apuntó
el chorro de orina justo hacia el centro del WC. Mientras celebraba en su cabeza
tamaña anotación, su celular comenzó a vibrar en el bolsillo de su bata. Lo
sacó y este le anunciaba la llegada de cinco mensajes de WhatsApp nuevos que se
sumaban a los 1032 que aún no leía. Por curiosidad vio de que se trataba y una
vez que los leyó casi se cae de espaldas de la emoción. Sin quererlo orinó la taza
del WC.
“Querido Lionel.”
“Tenemos que hablar”.
“Tengo un plan.”
“Imagínate volver a la gloria en Rosario contigo en la cancha.”
“Saludos, Marcelo.”
Bajó a la cocina a desayunar. En la mesa de diario figuraban Thiago, Mateo y Ciro sentados.
Mateo le lanzaba unos Cheerios multicolores a su hermano mayor que sorbía
de un jugo de naranja mientras miraba unos dibujos animados en una Tablet sin
hacerle mucho caso. El menor de los tres, amarrado a la sillita de niños,
golpeaba la mesa con unos cubiertos plásticos y manchaba con yogurt el piso de baldosa
tan blanco como la nieve.
Apenas se sentó Lionel apareció
Milagros, la voluptuosa empleada doméstica ecuatoriana que llevaba cerca de diez
años trabajando con la familia más famosa de Barcelona. Cargaba con ambas manos
una bandeja con huevos revueltos, pan tostado, fruta y el mate favorito de
Lionel. Fue dejando, una a una, cada cosa sobre la mesa con la prestancia y talento
de un malabarista. Después trajo un termo con agua hirviendo y se perdió por
una de las puertas de la cocina para seguir con sus labores mientras sonaba un
vallenato a lo lejos. “Gracias Milagros”, dijo Lionel en un tono bajo, casi
inaudible, mirando fijamente su plato de huevos revueltos.
Apenas probó un pedazo de manzana
y dio un par de bocados a una tostada. Tampoco le hizo mucho caso a los juegos
de sus hijos que clamaban por su atención. Esos cinco mensajes lo habían
desconcertado.
Desde que decidió dejar Barcelona
para siempre solo había pensado en las lluvias de Manchester y en la meticulosa
pizarra de Pep en un vestuario moderno y lujoso. También se imaginó abrazado a
Mbappé y a Neymar cerca del banderín de un córner parisino celebrando un gol
suyo. Incluso fantaseó con el Giuseppe Meazza repleto coreando su nombre justo
antes de enfrentar a Cristiano Ronaldo por el título de la Serie A.
No había pensado en Rosario como
una posibilidad real. Menos en volver a Rosario y compartir con el gran Marcelo.
Si había algo de lo que estaba seguro era que no tenía ganas de volver a vivir
en Argentina. Pero había algo en esa simple invitación que le atraía.
No pudo evitar pensar en esa eterna
comparación con “El Diegote”, el D10s verdadero, el ídolo de multitudes. Esa
maldita comparación que aparecía cada vez que pisaba Argentina. Recordó esas
sufridas clasificatorias donde 40 millones de compatriotas se subían a su
espalda esperando que los llevará a todos a la gloria. Recordó ese penal frente
a los chilenos volando rápidamente hacia unas gradas norteamericanas. Recordó las
palabras venenosas de los periodistas que vinieron después y volvió a sentir esos
puñales en el estómago que tanto daño le hicieron. Recordó esa pesadilla que lo
atormentaba de vez en cuando: un huracán de papel picado, humo acido de bengalas
y bombos retumbando en la popular de un estadio inmenso, mientras una marea de
sujetos con sed de sangre coreaba su nombre exigiéndole estrellas.
Pero también se acordó de las risas
de los muchachos del barrio, de la camiseta negra con rojo, de él descalzo corriendo
con la pelota pegada al pie, como una liebre por el bosque, esquivando barridas
y toda clase de patadas. Por primera vez en días esbozó una sonrisa. Luego sacó
el celular del bolsillo de su bata.
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El SUV con vidrios polarizados
pasó raudo y veloz por las avenidas de Rosario. Parecía una escena sacada de
una persecución policial hollywoodense. Al volante iba Beto que conocía la
ciudad como la palma de su mano y sabía los mejores atajos para evitar el acoso
de la prensa. Atrás iba Lionel jugando Angry Birds con su celular. Llevaba,
ingenuamente, puestos los anteojos de sol para que nadie lo reconociera por las
calles. Vestía shorts, alpargatas negras y su sudadera favorita. A un costado iba
su bolso deportivo, el mate y el termo que iban bailando mientras Beto volaba
por las calles de su ciudad natal.
Ni siquiera el más sagaz de los
periodistas pudo ver por dónde salió el ídolo del aeropuerto, a pesar de que
muchos estuvieron haciendo guardia afuera por varias horas. Los noticiarios
deportivos llevaban semanas rellenando con ranking de goles e imágenes de
archivo esperando tener la primicia. La llegada del hijo pródigo que dejó todos
los millones y luces de Europa para volver al club de su infancia. Pero el
astro del balón no apareció, como un fantasma salió sin que nadie lo pudiera
atajar. Fue una jugada casi tan perfecta como ese gol al Getafe en 2007 ante un
Camp Nou que se deshizo en aplausos.
Otro lote de los periodistas que
llegaron a Rosario para cubrir la noticia del año repletaba las afueras del Estadio
Marcelo Bielsa. Ni la pandemia había tenido tanta repercusión como este
fichaje. Pero ellos tampoco lograron cazar a Lionel.
El presidente de Newell’s intentó
bajarle las expectativas a la prensa, a los hinchas y a todo el país cada vez
que lo llamaban para confirmar si era verdad que el ídolo volvía. “No hay nada confirmado”, repetía como un loro
en cada entrevista. Pero por dentro la ansiedad lo carcomía cada vez que se
imaginaba la bienvenida apoteósica con un estadio repleto hasta las banderas, a
su equipo liderado por este crack levantando la Copa Libertadores por primera
vez y a todo el mundo del fútbol pendiente de ellos. Se cumplía la profecía:
era la segunda venida. “Ya lo hizo el Diego, ahora le toca a Lio”, pensaba.
Jorge, el padre de Lionel y su
representante, le había recontra jurado que su hijo estaría en Rosario ese lunes.
Por eso esa tarde soleada esperaba en su oficina arreglado junto a toda la
plana directiva la llegada del ídolo. Nadie se quería perder la reunión más
importante de la década ¡La más importante del siglo!
A las afueras de la finca de
varias hectáreas donde vivía la familia de Lionel también había una marea de reporteros
con sus cámaras y sus luces esperando captar a la estrella. Ya no les quedaba
nadie en kilómetros a la redonda por dar declaraciones de felicidad y esperanza
por el regreso de este Mesías goleador. Pero ellos también se quedarían con las
manos vacías. Al menos disfrutaron de unas facturas y café que la gentil abuela
de Lionel les tenía en una mesa para hacer más amena la espera. Incluso ella se
quedó “con los crespos hechos”, porque nadie probó del plato de milanesa y papas
fritas que aguardaba a Lio en el comedor.
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Beto estacionó frente a una
cancha de pasto que tenía unos manchones de tierra pedregosa en ambas áreas y
en el círculo central. Los arcos no tenían redes y las líneas de cal pedían a
gritos una repasada.
Cuando Lionel bajó del auto negro
reluciente, cuatro tipos esperaban en una de las áreas un centro que iba a patear
un tipo cuarentón con una incipiente calvicie y con varios asados de más en el
cuerpo. El arquero era un flaco que recién había cumplido dieciséis y que había
llegado a parchar en uno de los equipos con la promesa de jugar junto al crack.
En las dos graderías de madera desvencijadas que descansaban a un costado de la
cancha estaba otro lote de personas cambiándose y preparándose para el partido.
Ahí estaba Marcelo que apuraba un
cigarro mientras conversaba con el Enano, un nueve de área de un metro noventa
y tres, cuando vio a Lionel acercarse a saludar al grupo tímidamente con su
bolso al hombro. “Se fue a los trece años, pero en el fondo sigue siendo igual
que cuando era un pibe”, pensó. Apagó la colilla en el suelo, se puso de pie y
luego pegó un fuerte chiflido seguido de un grito seco: “¡Ya muchachos! ¡Acérquense
para armar los equipos!”
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